Nuestra relación con la naturaleza

La relación de los seres humanos con la naturaleza (ecosistemas sin una intervención humana significativa), es cada vez menor.

Vivimos la mayor parte del tiempo en ciudades, a puertas cerradas, en volúmenes pequeños (departamentos o casas de un metraje reducido), con escaso o ningún jardín propio. Trabajamos largas horas en espacios artificiales, en contacto con una pantalla e interactuando con un mundo virtual.

El acceso a los espacios verdes naturales “salvajes” (no hablo aquí de una plaza o de un parque citadino), se vuelve difícil, distante, poco frecuente y, muchas veces, hasta oneroso.

Múltiples campañas políticas hablan de recuperar los espacios verdes dentro de las ciudades. Esto es grandioso y loable, pero no va por allí el objetivo de esta nota.

Establecimos con el paso de los siglos una relación de temor o desconfianza hacia la “salvaje naturaleza”. Creemos que debemos intervenir para “mejorarla” o “controlarla” porque “lo salvaje” no nos brinda confort. No hay electricidad, no hay señal de wi-fi, los animales no son educados e insisten en comportarse como a ellos les parece, el agua contiene otras formas de vida en lugar de cloro, hay insectos que no respetan y se quieren alimentar de nosotros, no hay calefacción ni aire acondicionado, llueve sin previo aviso, no hay bares ni supermercados, en fin…todo aquello es tan hostil y tan descontrolado que reclama de nuestras “inteligentes” acciones correctivas para llevar la naturaleza a nuestros estándares humanos.

Así las cosas, hemos logrado que se vuelva casi imposible encontrar un ecosistema natural intacto. Aun si nos alejamos durante muchos kilómetros de las ciudades y de todos los campos productivos dedicados al cultivo o a la ganadería, seguimos encontrando restos de construcciones humanas, caminos, basura, plásticos, bolsas, neumáticos, vehículos abandonados, pavimento, líneas eléctricas, canalizaciones, tuberías, represas, diques, puentes y corredores aéreos.

Cuando tenemos la fortuna de tener un modesto jardín propio, allí también intervenimos: sembramos nuestra propia variedad de pasto o usamos pasto sintético, agregamos piso de material, podamos, removemos las especies originales (a las que llamamos “maleza”), trasplantamos especies que nos agradan visualmente, echamos fertilizante, herbicida, insecticida, funguicida, cortamos el pasto regularmente, podamos, compramos muebles de jardín y convertimos todo vestigio de naturalidad en un sitio “humanamente aceptable”. Esta huida intencional desde la naturalidad hacia la artificialidad es precisamente lo que refleja el fondo del problema: amamos a tal punto el control, la comodidad y el consumo, que estamos dispuestos a poner en juego nuestra supervivencia como especie por ello. El calentamiento global es objeto de muchos debates, nuestra codicia que lo origina, no.

Los ecosistemas naturales cumplen roles extremadamente importantes para todos nosotros (algo que ya hemos aprendido dolorosamente): regulan la temperatura y el clima, secuestran carbono atmosférico, brindan oxígeno y aire respirable, mantienen la diversidad de flora y la fauna, brindan alimentos y moléculas medicinales, albergan polinizadores, reducen y absorben el ruido, filtran y purifican el agua, dan sombra ahorrando energía, protegen de la sequía, la desertización y las inundaciones, evitan incendios, etc.

Más allá de esta larga lista de beneficios biofísicos de crucial impacto ambiental, los ecosistemas naturales también tienen muchos efectos positivos en nuestra salud y bienestar, tanto a un nivel biológico como psicológico: incremento de la felicidad y el bienestar subjetivo, mejora de la función cognitiva, disminución del estrés, mejora de la calidad del sueño, aumento de la creatividad, mejora del nivel de atención y memoria de corto plazo, activación del sistema inmune, disminución de síntomas depresivos, disminución del nivel de ansiedad, disminución de la agresividad, disminución de los índices de obesidad y diabetes, etc.

Todos estos beneficios se correlacionan tanto con la frecuencia de nuestra exposición a los ecosistemas naturales como con la configuración espacial de esos ecosistemas (su composición, densidad, diversidad, extensión, continuidad, grado de contaminación externa, etc.). Por eso una plaza o un parque dentro de la ciudad, es mejor que nada, pero no califican como “ecosistema natural”. Se requiere de una inmersión total, multisensorial y con cierta regularidad para que los efectos positivos de la naturaleza sean óptimos.         

A raíz de todo esto, es de fundamental importancia no solo la restauración y la conservación de los escasos ecosistemas naturales que aún nos quedan, sino también asegurar el acceso equitativo y reconstruir el vínculo afectivo con esos espacios. Que la población general sea educada desde la niñez para respetar, valorar y cuidar nuestra naturaleza.

Cualquier persona interesada en mantener o mejorar su salud y bienestar debe -entre otros muchos factores- recuperar una humilde relación de confianza, pertenencia y amistad con los ecosistemas naturales que nos dieron origen, nos contienen y nos sostienen.  

Nota del Lic. Leandro Javier Pérez Surraco

Bibliografia Complementaria

Bratman G.N. et al. Nature and mental health: an ecosystem service perspective (2019). Sci. Adv. (5)7 

Maury-Mora, M.; Gómez-Villarino M.T. ; Varela-Martínez C. Urban green spaces and stress during COVID-19 lockdown: A case study for the city of Madrid (2022). Urban Forestry & Urban Greening, Vol. 69

Menzel, C.; Dennenmoser, F.; Reese, G. Feeling Stressed and Ugly? Leave the City and Visit Nature! An Experiment on Self- and Other-Perceived Stress and Attractiveness Levels (2020). Int. J. Environ. Res. Public Health 17, 8519.

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