Identidad, Autonomía y Bienestar Laboral

Nuestra historia de vida nos expone a distintos tipos de experiencias, cambios y aprendizajes. Algunos son parte de nuestra crianza (idioma, familia, comunidad, valores, cultura), otros forman parte del extenso proceso educativo formal (jardín de infantes, escuela, colegio, universidad, cursos de formación profesional, etc.). Lo cierto es que al llegar a adultos nuestra información genética (fruto de la herencia biológica), se complementa e integra con una mucho más importante información epigenética. La persona que vemos es la resultante de un largo proceso de adaptación organismo<->entorno que conocemos como «desarrollo humano».

El organismo y su entorno (viviente + inerte), se gatillan cambios mutuos como consecuencia natural del curso de sus interacciones recurrentes sostenidas a lo largo del tiempo (historia). Esta danza adaptativa provoca cambios y diferencias dentro del ecosistema, en parte por azar y en parte por necesidad, las múltiples interacciones y relaciones se traducen en biodiversidad (individual, de especies y ecosistemas).

Dentro de la deriva de su ecosistema, la historia de cambio individual humano (deriva ontogénica) produce su propia idea de identidad personal. Una idea de quien creo ser «yo» en relación a los otros que me rodean. La idea de «yo» es inacabada, cambiante, sesgada, sujeta a «ediciones» sucesivas, aprendizajes y restructuraciones, dependiente de la frágil memoria y de sus poco confiables recuerdos.

El observador (cada persona) en el acto de observarse a sí mismo, distingue ciertos comportamientos y emociones recurrentes, patrones de conducta que le resultan más estables que otros, preferencias, inclinaciones y estilos que tiende a repetir. En ese ejercicio reflexivo autorreferente se percibe y describe a sí mismo como una unidad llamada «yo». Esta «unidad» tiene bordes muy difusos entre lo que es «auto» y lo que es «hetero», el «yo» parece más un nodo relacional, se presume independiente y autónomo, con libertad de pensamiento, acción y elección (si tiene suerte…), y refina progresivamente su autodescripción con múltiples experiencias que va tomando como propias, «se identifica» fuertemente con ellas, y luego, las utiliza para autodinirse.

 

La autopercepción y la autodescripción son producto de una mirada autorreferente. Primero, porque el observador es a cada instante la resultante de su propia historia personal (deriva ontogénica). Segundo, porque los procesos genéticos y epigenéticos que interactuaron para ello, lo hacen de una manera que resulta única e irrepetible para cada individuo en particular.

El conjunto de creencias que la persona desarrolla acerca de quién es (su autoconcepto, su autoconfianza, su autoestima, su seguridad, etc.), dan lugar a una mirada más o menos optimista acerca del mundo que la rodea, una mirada más o menos esperanzada acerca de lo que está por venir. La persona se siente más o menos «en control» de las situaciones que enfrenta, situaciones que suele interpretar como «externas» a ella.

Su propia historia de vida y sus múltiples experiencias pasadas le han ido enseñando a auto percibirse como un protagonista del cambio, o bien, como una víctima de los caprichos de su entorno.

Afortunadamente, lo que se puede aprender se puede cambiar, y viceversa.

Aquellos individuos que creen tener la libertad, la autonomía, las capacidades, el poder de decisión y la posibilidad de hacer un impacto positivo o de causar un cierto efecto de cambio sobre la situación, tienden a perseverar sin miedo ni estrés hasta lograr el resultado que buscan. Los logros obtenidos y el buen desempeño son, a su vez, un mecanismo de refuerzo positivo que les brinda mayor seguridad, mayor confianza y mayor autoestima.

Inversamente, aquellos que se sienten impotentes para causar un cambio, incapaces, sin la libertad de decidir o de actuar, tienden a rendirse rápidamente y no lograr resultados significativos. El refuerzo en este caso los hace entrar en una espiral negativa para su autoestima en donde solo confirman sus creencias limitantes.

Por este motivo, los trabajos que logran crear un contexto de libertad para la toma de decisiones, que dan cierto grado de autonomía para pensar y actuar, crean las condiciones propicias para el liderazgo responsable, el buen desempeño y el bienestar de los empleados.

También es un entorno seguro, lo cual facilita el aprendizaje, el autodesarrollo, la toma de riesgos, el probar nuevas formas de hacer las cosas y la búsqueda proactiva de la mejora a través de aportes creativos e innovadores.

En tiempos donde las grandes corporaciones tienden a globalizar decisiones, procesos, políticas y procedimientos para lograr una mayor eficiencia de costos y reducir la variabilidad mediante la implementación de «mejores prácticas» unificadas, vale la pena recordar cómo funciona la psicología humana respecto de la motivación, la pertenencia y el compromiso.

Lo que parece ser lo más eficiente como proceso global («global platform») no necesariamente va a permitirle al trabajador expresarse a través de su trabajo, involucrarse personalmente y sentir que ha hecho una contribución significativa.

Los trabajadores sienten cariño y apego por sus propias «creaciones», aunque éstas sean modestas, no sean las mejores y tampoco las más eficientes del mundo. Ese apropiarse y apegarse al producto de su trabajo (como lo hace el artista), se traduce en empleados que se sienten «dueños» y una parte viva de la compañía, de la cultura o la marca. Todos sabemos que no son dueños sino empleados, pero esa creencia e ilusión en la mente del empleado, determina la naturaleza de la relación con su empresa: una de afecto, compromiso y pertenencia, o una que solo intercambia trabajo por dinero.

El trabajo es una de las más importantes fuentes de identificación de las personas. Casi un tercio de nuestras vidas transcurre en el trabajo. Cuando las personas se sienten distanciadas o alienadas con aquello a lo cual se dedican, entonces su autorrealización, su bienestar y su proactividad se desmoronan junto con su desempeño y sus resultados.

No es casual que estemos hablando de «la gran crisis del compromiso», «la gran renuncia», «la renuncia silenciosa», la falta de sentido de lo que hacemos, la sensación de alienación en el trabajo, el desbalance vida personal-trabajo, la dificultad de captar y retener talento y otros tantos males de la corporación moderna.

Cualquier movimiento «revolucionario» en el sentido de mejorar el bienestar de la gente debe comenzar por el reconocimiento de que la eficiencia financiera a nivel organizacional no siempre va a ir de la mano con una mayor autorrealización, libertad y felicidad en el nivel individual.

Nota del Lic. Leandro Javier Pérez Surraco

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