El aprendizaje es un tipo de cambio adaptativo. De hecho, los cambios en nuestro entorno, gatillan cambios en nosotros. Co-evolucionamos con nuestro entorno en una danza de cambios mutuos. Con un cerebro y un sistema nervioso central, las alternativas y las posibilidades emergentes de esta co-evolución son infinitas.
No todos los cambios son iguales. Algunas experiencias que atravesamos nos pueden demandar un replanteo mucho mas profundo para poder mantener la adaptación.

Habitualmente, hacemos todo lo posible por mantener “cierto” orden, integración, coherencia y consistencia entre nuestras distintas ideas. Para ello sometemos a escrutinio, seleccionamos y filtramos cuidadosamente lo que vamos experimentando de tal manera de no producir grandes “ruidos” o “grietas” en el conocimiento pre-existente. Procuramos mantener ciertas líneas en nuestro edificio conceptual «conservando» el «núcleo duro» de lo ya adquirido. Lo que conocemos como proceso de aprendizaje y desarrollo humano, es claramente un proceso de conservación de la adaptación (mutua) con el entorno.
Aun a pesar de nuestros esfuerzos por mantener en pie el edificio conceptual o el «paisaje mental», algunas veces atravesamos por cierto tipo de experiencias vivenciales que nos resultan muy inesperadas, extremadamente demandantes, estresantes, diferentes y disonantes con todo lo anterior que conocíamos. Esto provoca una suerte de quiebre, desorden o discontinuidad en la superficial y aparente armonía de nuestra mente.
Algunos ejemplos de este tipo de experiencias altamente disonantes:
- Vivir otra cultura, costumbres e idioma
- Tener hijos
- Un embarazo
- Un divorcio o separación
- Adicciones o alcoholismo cercanos
- Experimentar una guerra u otra experiencia traumática
- Perder a un ser amado
- Quebrar económicamente
- Ser despedido o quedarse sin trabajo
- Pasar por una enfermedad grave, crónica o discapacitante (propia o cercana)
- Cambiar de carrera o de estilo de vida
- Mudarse de casa, ir a otra ciudad donde no se conoce a nadie
- Y la lista sigue con un muy largo etcétera…
El estrés y el disconfort provocado por este tipo de experiencias, hacen que lo que antes era explicativamente suficiente, ya no nos sirve mas, queda obsoleto. Comenzamos entonces a pensar acerca de cómo estamos pensando. Este movimiento hacia un nivel más alto de abstracción trae consigo un tipo de pensamiento transformador, revolucionario respecto al status quo anterior. Termina con un cierto orden de las cosas y da origen a uno nuevo. Provoca un cambio en muchos de los supuestos de base.
A nivel personal resulta en un cambio transformacional profundo debido a sus múltiples consecuencias y repercusiones. Cuando estamos expuestos a lo incómodo, a lo intenso, lo complejo, lo que nos saca de nuestra zona de confort habitual e incluso nos produce sufrimiento, aparecen grandes oportunidades para el crecimiento intra-personal e inter-personal. Definitivamente «lo que no nos mata, nos fortalece».
El «aprendizaje ordinario» (leer libros, ir a clase en una institución, resolver integrales, manejar un scooter, etc.) es siempre aditivo, refuerza “amigablemente” lo pre-existente, hace correcciones, hace mejoras, optimiza, pero siempre manteniendo las lineas del mismo edificio.
El «aprendizaje transformacional», en cambio, requiere tirar abajo los cimientos y re-construir algo diferente. Algo que ahora logre integrar, re-enmarcar y explicar todo lo que hemos vivido de una manera satisfactoria (ante todo para nosotros mismos, luego vendrán los diálogos y consensos con otros).

Nadie elige pasar por una experiencia traumática o con un alto grado de sufrimiento para entonces poder aprender mas. A mucha gente simplemente le toca atravesar por este tipo de situaciones adversas (no por elección propia), y necesitan gestionarlas de algún modo. Si uno logra visualizar «las adversidades» como oportunidades de transformarse en algo mucho mejor, esas «adversidades» se van volviendo un poco menos adversas y, puesto en una perspectiva histórica y mas amplia, la persona logra ver (algún tiempo después) el origen de nuevas fortalezas, habilidades y talentos.
El cambio no tiene un signo afectivo. No es ni bueno ni malo. Nuestra experiencia o vivencia de ese cambio es la que le otorga un signo afectivo, significados, emociones, interpretaciones, sentimientos, valores, etc.
En este contexto, llamamos «resiliencia» a la capacidad de recuperar el bienestar luego de una experiencia adversa. Ser una persona resiliente implica la capacidad de utilizar toda la red de recursos personales e inter-personales con que uno cuenta para re-construir su propio bienestar luego de una experiencia adversa.

Podemos ver ahora con una mayor claridad como los cambios en el entorno, se traducen en nuestras percepciones y experiencias, cobran valor afectivo, aparecen «las adversidades» y la adaptación efectiva bajo el nombre de «resiliencia». También se observan las adaptaciones disfuncionales: tristeza, angustia, melancolía, ira, resentimiento, ansiedad, rechazo, miedo, depresión, fobias, adicciones, trastornos de personalidad, etc.
El camino del aprendizaje y el desarrollo humano esta signado por la intensidad de los cambios que atravesamos y por la manera en que nos adaptamos. Esto dicta si nos volvemos «resilientes», nos logramos re-inventar y crecer para sostener el bienestar, o bien, creamos adaptaciones que nos provocan malestar, sufrimiento o problemas de salud.
Lic. Leandro Javier Perez Surraco
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